Meg
me recibió con su acostumbrada exclamación de alegría y aún hoy se me
hiela la sangre al recordar el insoportable miedo que sentí cuando se me
acercó para que la abrazara
.
La
luminosa y tierna Meg, que irradiaba felicidad cada vez que me veía cuyos
ojos se encendían cuando oía el nombre de su padre.
Sentadas
en la terraza esa tarde, le mentí. En el mejor de los casos, se me podría
acusar de buscar una salida fácil. Rodeé con mis brazos sus pequeños
hombros, la miré a los ojos y, con el corazón a punto de salírseme, le
dije:
-Meg,
papá ha sufrido un grave accidente en su auto.
Esa
noche atendía varias llamadas cuando un amigo me dijo que la noticia
sobre Kevin estaba saliendo por televisión. Corrí, pero fue demasiado
tarde, un extraño le estaba informando a Meg que su padre se había
suicidado con el escape de su auto. Nunca olvidaré su cara cuando se dio
vuelta para verme y exclamó:
-
¿Por qué no me lo dijiste?
Kevin
Cárter fue fotógrafo de prensa; obtuvo el premio Pulitzer en 1994 por
una sobrecogedora fotografía de un niño famélico en Sudán, en la que
aparecía un buitre acechándolo en el fondo.
El
y Megan siempre habían tenido una relación muy estrecha.
Recuerdo
con increíble claridad como me aferré el dedo pulgar de Kevin cuando
ella nació. Mi vida dependía de ese pulgar. Lo apreté con tanta fuerza
que al día siguiente le dolía. En cierto momento lo retiró para
alcanzar una toalla y yo sufrí un ataque de histeria total hasta que pude
asirlo de nuevo. Se portó extraordinariamente cuando acomodó el hombro
izquierdo donde su hija para ayudarla a salir; luego lloró de felicidad
al cortar el condón umbilical.
Alta.
con pelo negro y lacio, los pómulos salientes y una gran sonrisa, Megan
es la viva imagen de su padre. es brillante, alegre, apasionada y
valiente; tiene su mismo entusiasmo por la vida, aunque también se
deprime espantosamente cuando las cosas no le salen del todo bien, Ella lo
adoraba y, antes de que pudiera enfocar su vida, era su voz la que más le
gustaba. Tan pronto como pudo ver y sonreír, le demostró que él era lo
mejor de su mundo.
En
el servicio fúnebre, Meg se sentó erguida en la primera fila. Se veía
tan pequeña entre sus abuelos, con callado dolor los hacia verse enormes.
Cuando no miraba el horrible ataúd, daba vueltas a los lados. En cierto
punto clavó la mirada a su abuelo y. con una compasión mayor que sus años,
le tomó la mano.
Esa
noche fui a hablar con ella mientras se bañaba. Tenía la cabeza
sumergida en el agua, a punto de lavarse el pelo. Al verme, se sentó y me
preguntó:
-
Mamá, ¿exactamente cómo murió?
¿Qué
hace que los chicos puedan pasar en un instante de escuchar los detalles
de un envenenamiento con monóxido de carbono a enjuagarse el cabello? Vi
una lagrima en la mejilla de mi hija durante el servicio y, cuando éste
terminó, la encontré riendo y hamacándose fuera de la iglesia.
Las
mentes jóvenes tiene una impresionante capacidad para separar sus
emociones en comportamientos, algo que vamos perdiendo con el tiempo. La
juventud nos permite poner la tristeza en un lugar y la felicidad en otro,
pero, conforme crecemos, éstas ya no pueden separarse. Cuando
sangramos, la sangre se derrama en todas partes.
Al
poco tiempo de la muerte de su padre, Meg preguntó si no le había dejado
una carta. Le dije que no, que no había nada en el auto. Una semana después,
mientras caminábamos con los perros cerca de la casa, me dejó helada al
comentar.
-
No me escribió nada porque ese día se sentía horrible.
Pronto
aprendí a no sorprenderme con nada que dijera Meg. No hacía mucho del
entierro, estaba yo en la cocina mientras ella jugaba con el gato, al que
había acostado en el cochecito de muñecas. Se sentó frente a la mesa y
me dijo:
-Mamá,
he estado pensando y he decidido ir a ver si papá está bien. Quiero
construir una escalera hasta las estrellas.
Dicho
esto, se puso de pie y empujo el cochecito con el gato. Antes de perderse
de vista, me soltó:
-No
te preocupes. Necesito la escalera para poder regresar.
A
la vuelta de siete días vino su siguiente petición, algo totalmente
inesperado. “Quiero ir al sitio donde murió papá”. Esto no me gustó,
pero ella lo pidió y había que hacerlo. Una tarde la llevé. Llegamos al
lugar donde Kevin murió, estacioné el auto y nos sentamos afuera en
silencio. Tras un largo rato, Meg suspiró y dijo:
-Al
menos es un lugar bello para morir.
Nunca
se guardó nada. Preguntas como “¿Quién me va a entregar el día que
me case?” salían en los momentos en que ella necesitaba que salieran, y
exigían respuestas inmediatas. Yo envidiaba su lógica y su necesidad de
confrontación. Mas todavía, deseaba sus comportamientos para poder tener
Malos Momentos en Lugares Tristes; para lidiar con mis sentimientos y
después archivarlos.
Su
frase: “Mamá, me siento....” siempre era la señal, aunque a veces
sobraban las palabras. En ocasiones regresaba del trabajo y me la
encontraba con una expresión solemne y una mirada peculiar, y sabía que
era el momento de ir al Lugar Triste a conversar. Meg durmió conmigo en
esas primeras semanas, y su sueño fue inquieto. Cierta noche se abrazó
desesperadamente a mí y tenía las mejillas húmedas.
-Si
me quería tanto, ¿por qué se murió?- me preguntó.
Hoy
recuerdo las conversaciones que tuve con ella, mientras el resto del mundo
dormía, como algo precioso. Me maravillaba el nuevo papel que me había
tocado ver. Ahora dependía de mí llenar el gran vacío que le había
dejado en el corazón la muerte de su padre.
Una
helada Mañana de domingo, dos semanas después de su muerte. las
cenizas de Kevin fueron esparcidas alrededor de un rosal. Meg ayudó a su
abuelo con la urna. Fue un espectáculo terrible; esa pequeñita, con su
pantalón de jeans y su campera, de pie junto a su abuelo arrodillado,
vaciando los restos de su padre en la tierra.
regaron el rosal y todos nos fuimos a casa.
Hoy
en día, los Momentos Tristes en Lugares Tristes son cada vez menos
frecuentes. Quizás esto se deba a que, después de cinco años, Meg ha
cruzado la frontera que le permite separar sus diferentes emociones y,
cuando siente dolor, éste se vierte en todas partes.
El
año pasado el cumpleaños de Kevin cayó domingo y Meg pasó la
tarde jugando en el jardín. A la mañana siguiente mi padre fue a
buscarme para pedirme que lo ayudara a levantar el “juego” que
Meg había armado. Intrigada, salí y vi, escrito sobre el césped con
piedritas del jardín acuático, el mensaje ”Feliz Cumpleaños, papá.
Te Quiero (un corazón)” en grandes letras
El
arreglo del césped, que se hace los lunes por la mañana, podía
esperar hasta que Meg regresara de la escuela. La llevé afuera y le dije
que había sido un lindo gesto de su parte recordar a papá en su cumpleaños.
Muy contenta, me dijo con una sonrisa de oreja a oreja: “Lo escribí con
letras grandes para que lo vea desde donde llega colando a jugar
antes de venir a mi corazón”.
Ahora
puedo verla, como en esa tarde, y alegrarme de saber, sin asomo de duda,
que los recuerdos de su padre siempre estarán con ella, guardados
en su interior o compartidos, como ella lo desee, pero desprovisto de
resentimiento o enojo. Su alegría y optimismo le han dado el mayor poder
del mundo: el poder de recordar sin rencor y de amar pura e
incondicionalmente.
Mientras recogíamos las últimas piedritas, se dio media vuelta hacia mí
con la cara radiante.
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